La irrealidad del Estado
La idea de Estado es ajena a México, quizá sea ajena a casi toda América Latina. Su existencia entre nosotros es, como todos los grandes poderes que desde el imperio azteca ha padecido el territorio, fruto de una imposición. Al igual que después de la caída de Tenochtitlan, con la que soñaban los pueblos prehispánicos sometidos a ella, se nos impuso, con el virreinato, la monarquía absolutista de España, se nos impuso también, con la independencia, el Estado moderno que nació de las ideas liberales y la Revolución francesa. A ninguno de los próceres de la patria –tal vez con excepción de Zapata y de Lázaro Cárdenas–, ni de los héroes revolucionaros se le ocurrió ver realmente de qué manera estaba conformado nuestro pueblo y qué tipo de organización y de gobierno requería. La comunidad, los pueblos indios, ese inmenso mosaico de culturas que somos, era para la lógica imperial y colonizada que conformó al país, lo premoderno, lo salvaje, aquello que estaba destinado a ser unificado por las avanzadas ideas europeas.
Sin embargo, y pese a la imposición, el mexicano, a diferencia de los estadunidenses y de casi todos los europeos, no se identifica con él. Reflexiones como la de Hegel: "El Estado es la realidad de la idea moral", no sólo no las entiende, nunca –con excepción de los libros sobre teoría del Estado o en la Constitución que nadie cumple– han formado parte de su ethos. El Estado para el mexicano es una abstracción, una realidad impersonal que ha intentado llenar con los contenidos que conoce, los de la comunidad: la amistad, la solidaridad, el compadrazgo. Sólo que esas virtudes, que tienen sentido en la proporción de un común –los pueblos indios son grandes maestros de ello–, se convirtieron, en el monstruoso espacio del Estado, en sus contrarios: la complicidad y el clientelismo. Por ello, el Estado, a lo largo de nuestra historia, nunca ha sido un Estado, sino una mafia. Hecho de miles de intereses, su control era el del gran tlatuani o el del capo de tuti capi que sexenalmente cambiaba; una presencia degradada del rey o del tata mandón, una imagen caricaturesca y terrible de la autoridad. Esa mafia, como le sucedió a la Unión Soviética –la expresión de un pueblo que también se traicionó a sí mismo bajo el influjo de las ideas europeas– se fracturó con la mal llamada transición democrática en decenas de mafias que pelean entre sí. No es extraño entonces que la hidra de mil cabezas del crimen organizado se haya generado y haya crecido con la transición. La mafia no es sólo el espejo en el que un Estado que nunca existió se mira, sino su prolongación, la consecuencia del clientelismo y las complicidades fracturadas. Una y otro se retroalimentan en una espiral de muerte y de destrucción.
En este sentido, la crisis civilizatoria –el desmoronamiento del Estado y sus instituciones que nacieron de la Ilustración y de la Revolución francesa–coincide en México con la ausencia de comprensión, por parte del mexicano, de esa abstracción que durante dos siglos se impuso y fingió habitar. Su caos no es más que la clara expresión de su fracaso y del destino que seguirán las naciones. Lo que todavía para el mundo estadunidense y europeo es un cosmos cada vez más lastrado y disminuido en el que cada cual corresponde a la función que ejerce, en México es ya un terrible desorden y una absoluta confusión.
Visto desde la lógica estadunidense y europea, esta realidad que señalo es absolutamente negativa y no puede explicarse de manera política. Yo digo que es lo contrario. Esa negatividad –que si hubiéramos caminado por otro derrotero no estaríamos padeciendo como ahora la padecemos– guarda en su fondo la positividad de la emergencia de esos universos que la perversión del Estado negó, y que ahora, al lado de los estudiantes y de las víctimas, son la reserva moral del país. Es desde allí –hay que revisitar el zapatismo– que podemos reconstruir a la nación en una nueva y vieja relación que no sea la del Estado, que nunca comprendimos, sino la de las comunidades y los barrios, la de una confederación de múltiples rostros que aún guardan las virtudes del común.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
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Suplemento semanal La Jornada
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