viernes, 3 de abril de 2009

Entrevista a Serge Latouche

Serge Latouche: profeta del decrecimiento
Nacido en Vannes, en Bretaña, el 12 de enero de 1940, Serge Latouche es economista y filósofo de formación y antropólogo por experiencia –no en vano estudió en las universidades de Lille y de París los saberes de la economía, las ciencias políticas y la filosofía–, y actualmente ejerce de profesor emérito de ciencias económicas en la Universidad de París-Sur (XI-Sceau/Orsay), hecho que compagina con la presidencia de La Ligne d'Horizon y del Instituto de Estudios Económicos y Sociales para el Decrecimiento Sostenible, fundado por Nicholas-Georgescu Roegen, desde dónde editan, junto con Casseurs dû Pub, la revista La*Décroissance (Journal de la joie de vivre), que también cuenta con una redacción en Italia.
En los últimos veinticinco años, este «objetor de crecimiento» –como a él le gusta de definirse– ha contribuido, como muy pocos otros intelectuales, a la clarificación y a la maduración del concepto en torno el cual se han fundamentado los nuevos movimientos globales. Durante los años setenta pasó muchos en África occidental, desde dónde maduró su pensamiento, que de las posiciones marxistas tradicionales lo llevaron a una crítica radical de la ideología del «progreso» y del «desarrollo», incluso en sus versiones de izquierdas.

Esta maduración lo llevó, en 1981, a fundar con Allain Caillé el MAUSS (Movimiento AntiUtilitarista en las Ciencias Sociales) y la revista homónima (que también cuenta con una edición italiana). De entre su extensa obra, destacan L'Occidentalisation du monde (La Découverte, 1989); La Planète des naufragés (La Découverte, 1991); L'Autre Afrique, entre don et marché (Albin Michel, 1998); Justice sans limites (Fayard, 2003), Survivre au développement (Mille et Une Nuits, 2004), y La apuesta por el decrfecimiento: cómo salir del imaginario dominante? (Icaria, 2008).

Nos preguntamos cómo es posible que un pensamiento y una obra como la de este bretón sea tan desconocida en nuestras latitudes. La respuesta la daba no hace mucho tiempo el filósofo Ramon Alcoberro, al hablar de pensadores como Latouche, Ellul, Castoriadis o Rist: «Son unos nombres que nadie bien educado no pronuncia ni en broma en una facultad universitaria como es debido -o que se plagian patéticamente cuando alguien quiere hacer la pelota a los antiglobis»

¿Qué es el decrecimiento?
El término decrecimiento se usa de hace bien poco en el debate económico, político y social, aun cuando el origen de las ideas que comporta tiene una historia más o menos antigua. Hasta estos últimos años la palabra no figuraba en ningún diccionario económico y social, mientras se encuentran algunas entradas sobre sus correlacionales «crecimiento cero», «desarrollo sostenible» y, claro está, «estado estacionario». Aun así, ya posee una historia relativamente compleja y un incontestable peso analítico y político en economía. Hace falta, todavía, entender sobre su significado. Los comentaristas y los críticos más o menos malévolos hacen constar la antigüedad del concepto para liquidar más fácilmente el alcance subversivo de las propuestas de los «objetores de crecimiento».

No se trata, efectivamente, ni del estado estacionario de los viejos clásicos, ni de una forma u otra de regresión, recesión, «crecimiento negativo», ni tampoc del «crecimiento cero», aunque por todas partes podamos encontrar una parte de la problemática. Precisemos, acto seguido, que el decrecimiento no es un concepto y, en cualquier caso, no es simétrico del crecimiento. Es un eslogan político con implicaciones teóricas. Apunta a romper el lenguaje engañoso de los drogadictos del *
productivismo.

La palabra de orden del decrecimiento también tiene sobre todo por objeto marcar fuertemente el abandono del objetivo del crecimiento por el crecimiento, el motor del cual no es otro que la búsqueda del provecho por quienes detentan el capital y las consecuencias del cual son desastrosas para el medio ambiente. En rigor, se debería hablar de un «a-crecimiento», como se habla de a-teismo, más que de un de-crecimiento. Se trata, pues, muy precisamente del abandono de una fe o de una religión: la de la economía, la del crecimiento, la del progreso y la del desarrollo.

¿Qué diferencía el decrecimiento y el denominado desarrollo sostenible?

Si trazamos la historia del concepto de desarrollo nos encontramos en su origen con la biología evolucionista, que lo sitúa, pues, en la historia de las ciencias occidentales dónde nació. Ya antes de Darwin los biólogos distinguían, para los organismos, el crecimiento del desarrollo. Un organismo nace y crece, es su crecimiento, cuando crece se modifica; una semilla no se convierte en una gran semilla, sino en un roble por ejemplo, y este es su desarrollo. Pero el crecimiento no es un fenómeno infinito y al final de un cierto tiempo el organismo muere.

Los economistas han transpuesto esta palabra de manera metafórica al organismo económico, ¡pero se han olvidado de la muerte! Ya se ve, pues, a partir de aquí que el concepto es perverso porque incorpora en él mismo aquello que los griegos llamaban hubris, la desmesura. Hemos entrado en un ciclo perverso de crecimiento ilimitado, crecimiento del consumo para hacer crecer la producción que, a su vez, hace crecer el consumo y así sucesivamente. Ya no se trata, pues, de llegar a un cierto estadio de bienestar o de satisfacción. Al contrario, esta satisfacción siempre es rechazada hasta el infinito. Es del todo absurdo, sólo podría ser matemáticamente. Efectivamente, una tasa de crecimiento continuo del 2 al 3% anual, conduciría al organismo económico a crecer setecientas veces en un siglo –contando los intereses compuestos. O vivimos en un planeta finito.

Aquí nos enfrentamos al famoso «teorema del nenúfar». Si un nenúfar coloniza un estanque doblando su superficie todos los años, quizás tardará cincuenta años en colonitzar la mitad, pero sólo le hará falta un año para ocupar la mitad restante. Estamos en este punto, es lo suficiente claro con el petróleo, los bosques, la pesca, el cambio climático. Nos hemos creído que lo podíamos colonizar todo sin problemas y hoy comprendemos que ahora todo desaparecerá en muy poco tiempos.

«El concepto de desarrollo
es perverso, porque incorpora
lo que los griegos llamaban
hubris, la desmesura.»


La idea de un desarrollo sostenible no es, entonces, un principio de solución. Al contrario, es el oxímoron por excelencia. El modelo de desarrollo seguido por todos los países hasta hoy es fundamentalmente no sostenible. Se puede, como se hizo en una época comparar el socialismo soñado con el socialismo realmente existente, comparar el desarrollo soñado con el desarrollo realmente existente. El desarrollo, el único que se conoce, finalmente se resume en «siempre hacer más de la misma cosa», sea el que sea el adjetivo que se adjunte. En treinta años de participación personal en proyectos en el Tercero Mundo y esencialmente en África, he visto el desarrollo –denominado sucesivamente socialista, de participación activa, cooperativo, autónomo, popular– tener los mismos resultados catastróficos.

Hace falta recordar a menudo que, como dijo Nicholas Georgescu-Roegen, «el desarrollo sostenible no puede ser en caso alguno separado del crecimiento económico», incluso si un no se puede reducir al otro, como el desarrollo de la planta reposa sobre el crecimiento de la semilla, y que esta lógica de crecimiento es incompatible con la finitud del planeta. El desarrollo no sabría ser ni duradero ni sostenible. Si se quiere construir una sociedad duradera y sostenible, hace falta salir del desarrollo y en consecuencia salir de la economía puesto que ésta incorpora, en su misma esencia, la desmesura.

¿Cuáles han sido y son los teóricos del decrecimiento?


El proyecto de una sociedad autónoma y ecònoma que abraza este eslogan no es de ayer. Sin remontarnos a ciertas utopías del primer socialismo, ni a la tradición anarquista renovada por el situacionismo, ha sido formulada bajo una forma próxima a la nuestra desde finales de los años sesenta por Ivan Illich, André Gorz y Cornelius Castoriadis. El fracaso del desarrollo en el Sur y la pérdida de referentes en el Norte llevó a muchos pensadores a cuestionar la sociedad de consumo y sus bases imaginarias: el progreso, la ciencia y la técnica. La toma de conciencia de la crisis del medio ambiente que se produce en el mismo momento, aporta una nueva dimensión.

Los autores del informe del Club de Roma (Meadows, Randers y Behrens) ya tenían la convicción, en 1972, que la toma de conciencia de los límites materiales del medio ambiente mundial y de las consecuencias trágicas de una explotación irracional de los recursos terrestres era indispensable para hacer emerger nuevas maneras de pensar que debían conducir a una revisión fundamental, a la vez del comportamiento de los hombres, y, por consecuencia, de la estructura de la sociedad actual en su conjunto.

La idea de decrecimiento tiene, pues, una doble filiación. Se forma, de un lado, en la presa de conciencia de la crisis ecológica y, de otro, al filo de la crítica de la técnica y del desarrollo.

La simplicidad radical preconizada, entre otros, por Jim Merkel, desde los Estado Unidos, se acerca al decrecimiento de Serge Latouche? Es decir, se podría hablar d'una ideología y de un decrecimiento global a nivel planetario?

Sí y no. En su libro La convivencialedad (Cuaderno CIDOC, Cuernavaca, México, 1972; Joaquín Mortiz ed., Planeta, 1985), Ivan Illich preconiza la «sobria embriaguez de la vida». Illich dice que en la condición «humana» actual, en la cual todas las tecnologías se hacen tan invasoras, él no sabría encontrar más alegría que en lo que diría un tecno-joven. La limitación necesaria de nuestro consumo y de la producción, el paro de la explotación de la natura y de la explotación del trabajo por el capital, no significan un «regreso» a una vida de privación y de trabajo. Esto significa, al contrario –si se es capaz de renunciar al confort material– una liberación de la creatividad, una renovación de la convivencialitat, y la posibilidad de llevar una vida digna.
La búsqueda de la simplicidad voluntaria, o si se prefiere, de una vida austera, no tiene nada que ver con un prejuicio de frustración masoquista. Es la elección de vivir de lo contrario, de vivir mejor de hecho, y más en armonía con las propias convicciones, reemplazando la carrera de los bienes materiales por la búsqueda de valores más satisfactorios. Las raras familias que escogen vivir sin televisión no son de lamentar. A las satisfacciones que les podría ofrecer el tragaluz mágico, prefieren otras: vida familiar o social, lectura, juegos, actividades artísticas, tiempo libre para soñar y simplemente disfrutar la vida… Este camino es evidentemente, en general, progresivo, aunque las presiones contrarias de la sociedad sean fuertes. Es un camino que pide dominar los propios miedos, miedo al vacío, miedo a la carencia, miedo al futuro, miedo también a no estar de acuerdo con los moldes prefabricados, miedo de desmarcarse con relación a las normas en vigor. Es la elección de vivir ahora más que no sacrificar la vida presente al consumo o a la acumulación de valores sin valor, a la construcción de un plan de ahorros o jubilación encargado para hacer frente al miedo de no tener lo suficiente. Una reflexión más reposada sobre la huella ecológica permite, aun así, captar el carácter sistémico del «sobreconsumo» y los límites de la simplicidad voluntaria.

«La apuesta del decrecimiento
es empujar a la humanidad
hacia una democracia ecológica.»


En 1961, todavía, la huella ecológica de Francia se correspondía apenas a un planeta contra los tres de hoy. ¿Quiere decir esto que en los hogares franceses comían tres veces menos carne, bebían tres veces menos agua y vino, quemaban tres veces menos electricidad o gasolina? Seguramente no. Solamente que, ¡el pequeño yogur con fresas que comemos hoy todavía no incorporaba sus 8.000 km! La ropa que llevamos tampoco y el bistec devoraba menos grasas químicas, pesticidas, soja importada y petróleo.

De cualquier manera, el cambio de imaginario, si no nos decidimos, comporta igualmente, múltiples cambios de mentalidades que en parte están preparadas por la propaganda y la imitación. Hace falta que las mentalidades «basculen» para que el sistema cambie. La clase de círculo, tipo huevo y gallina, implica iniciar una dinámica virtuosa.

¿Debería pasar alguna especie de catástrofe natural o accidental para que los gobiernos se tomen seriamente la idea de decrecer?

Desgraciadamente, es probable. No sé si del fin del petróleo, por ejemplo, podemos decir que es una catástrofe. Para mí más bien sería una buena nueva. El petróleo habrá sido una catástrofe para la humanidad cuando se ve la cantidad de sangre y de lágrimas que habrá hecho derramar. Hay fenómenos límite y el agotamiento de los recursos naturales es uno de ellos. También puede haber, efectivamente, catástrofes naturales engendradas por el desajuste climático, países que desaparecerán bajo el agua, otros que se helarán, generando cientos de miles de emigrantes por el medio ambiente. Se perfilan otros fenómenos. Se habla poco de ello, pero la industrialización en China provocará (a imagen de la de Inglaterra, que condujo a la emigración a Australia, Nueva Zelanda o los Estados Unidos de entre dos a tres millones de proletarios) la salida de los campos de tres a quinientos millones de chinos, que se convertirán en vagabundos –que ya empiezan a serlo, que se sublevan o se suicidan.

Asistiremos al más gran desarraigo planetario de toda la historia. Esto puede provocar efectos de quiebra considerables. Empezamos a sumar efectos ecológicos, sociales y catástrofes más o menos naturales en los desajustes de la economía misma. Vivimos, en efecto, en una economía de casino, en una especie de burbuja mantenida artificialmente por una huída hacia delante, en una economía de crédito, de anticipación –la economía americana, a manera de ejemplo, vive aproximadamente a tres años vista. Es el equilibrio del ciclista, siempre se debe pedalear más deprisa para poder mantenerse, incluso si se sabe que aquello acabará contigo. Si todo se estropea, esto puede hacer mucho daño.

Lo que mejor se puede desear es que las catástrofes sean lo suficientemente fuertes para desvelar a la gente, hacerles cambiar la manera de ver las cosas, pero que no acontezca la sexta extinción de las especies, de la cual seríamos los autores al mismo tiempo que las víctimas.

¿Qué medidas prácticas, que puedan ser asumidas por los ciudadanos del primer mundo, pueden ser llevadas ahora y aquí para tender hacia el decrecimiento?

Medidas muy simples y casi anodinas en apariencia son susceptibles de poner en marcha los círculos virtuosos del decrecimiento. Se puede pensar en la transición con un programa que se sostiene en algunos puntos y que consiste en sacar las consecuencias «sensatas» del diagnóstico efectuado. Por ejemplo:

1. Volver a los años sesenta-setenta para la producción material, con una huella ecológica igual o inferior a un planeta.
2. Internalitzar los costes del transporte.
3. Relocalizar las actividades.
4. Adoptar el programa de la agricultura labradora de la confederación campesina (José Bové).
5. Impulsar la «producción» de bienes relacionales.
6. Adoptar el escenario Negawatt, es decir, reducir el derroche deenergía a un factor 4.
8. Penalizar fuertemente los gastos publicitarios.
9. Decretar una moratoria sobre la innovación tecnológica, hacer un balance serio y reorientar la búsqueda científica y técnica en función de las nuevas aspiraciones.

La internalización de las economías externas, en principio según la teoría económica ortodoxa, permitiría, si fuera llevada hasta las últimas consecuencias, realizar casi del todo el programa de una sociedad del decrecimiento. Todos los disfuncionamientos ecológicos y sociales podrían y tendrían que ir a cuenta de las empresas que son responsables. Sólo hace falta que imaginemos el peso del impacto de la internalización de los costes de los transportes sobre el medio ambiente, sobre la salud… Evidentemente, las empresas que obedecen a la lógica capitalista quedarían ampliamente desanimadas. En un primer tiempo, un gran número de actividades ya no serían «rentables» y el sistema se bloquearía. ¿Pero no sería precisamente esta una prueba suplementaria de la necesidad de salir de este sistema y a la vez una vía de transición posible hacia una sociedad alternativa?

¿Cuál es la respuesta de los partidos verdes en Francia ante la idea del decrecimiento?

La idea hace su camino. Los verdes franceses han puesto el decrecimiento en su programa con una moción que ha obtenido el 60% de los votos.

¿Cómo se puede influir a nivel político local para extender esta idea?

La utopía local quizás es más realista de lo que creemos porque es de la vivencia concreta de los ciudadanos que provienen las esperanzas y las posibilidades. Takis Fotopoulos dice que presentarse a unas elecciones locales da la posibilidad de empezar a cambiar la sociedad desde abajo, lo que es la única estrategia democrática –contrariamente a los métodos estatistas (que se proponen cambiar la sociedad desde arriba amparándose del poder del Estado) y a los acercamientos llamados de la «sociedad civil» (que no apuntan en absoluto a cambiar el sistema). En una visión «pluriversalista», las relaciones entre las diversas polities en el seno del pueblo planetario podrían ser reglamentadas por una «democracia de las culturas». Lejos de un gobierno mundial, se trataría de una instancia de arbitraje mínima entre las polities soberanas de estatus muy diversos.

Raimon Panikkar afirma que la alternativa que trata de ofrecer (a un gobierno mundial) sería la bioregión, es decir, las regiones naturales dónde los rebaños, las plantas, los animales, las aguas y los hombres forman un conjunto único y armonioso… Haría falta llegar a un mito que permita la república universal sin implicar en ello ni gobierno, ni control, ni policía mundial. Esto requiere otro tipo de relaciones entre las bioregiones. De cualquier manera, la creación de iniciativas locales «democráticas» es más «realista» que la de una democracia mundial. Si se excluye la posibilidad de hacer caer frontalmente la dominación del capital y de los poderes económicos, queda la posibilidad de la disidencia. Es también la estrategia de los zapatistas y del subcomandante Marcos. La reconquista o la reinvención de los «commons» (comunes, bienes comunes, espacio comunitario) y la autoorganización de la bioregión de Chiapas, siguiendo el análisis que hace Gustavo Esteva, constituye una posible ilustración de la estrategia local disidente.

¿Internet puede jugar algún papel ante estos retos?

Hay una interpelación en las nuevas tecnologías que justifica una reflexión sobre las formas renovadas de la política y de la democracia. Seguramente, éstas no se pueden realizar dentro del paradigma de la modernidad del mercado, que ya ha sabido recuperar internet para el supermercado electrónico planetario. Juzguemos provisionalmente la ambivalència de la técnica. Chico Mendes fue asesinado el 22 de diciembre de 1988 en el corazón de la Amazonia, en Xapuri. Como por azar el teléfono no funcionó durante las siguientes horas y los móviles todavía no existían. Hacían falta horas de marcha por la selva para llevar las noticias. Aun así, la difusión del hecho fue inmediata en Brasil y en el mundo entero.

Es que, si la web, hablando propiamente, no existía todavía, internet, imaginado en 1964 por Paul Baran para preservar las comunicaciones telemáticas militares en caso de ataque soviético, era utilizado desde los años setenta por los científicos para intercambiar informaciones; y las ONG norteamericanas, muy activas en la región, funcionaban ya a través de una red interconectada. Por esto, la movilización nacional e internacional fue muy rápida. En su edición del sábado 24 de diciembre, el Jornal do Brasil publicaba una página entera con una entrevista del líder amazònico hecha tres semanas atrás. Así, gracias a una técnica, inventada y puesta a punto por la CIA para ejercer un control planetario, el asesinato repugnante en la selva de un resistente a la opresión de la economía mundial, no quedó silenciado y, al acontecer un hecho global, ha podido transformar la conciencia planetaria. Desde el subcomandante Marcos, ha servido mejor al uso de la *uerrilla informática para popularizar la revuelta de Chiapas contra los «nuevos amos del mundo».

Es, pues, incontestable que ciertas nuevas técnicas dan instrumentos nuevos al combate para la emancipación. Aun así, a la vista de los desarrollos ulteriores de los ejemplos citados (la continuidad de las expropiaciones en la Amazonia, y esto con el régimen de Lula, y la liquidación subrepticia de los líderes indígenas de Chiapas), ¿no haría falta concluir, con el filósofo Jacques Poulain, que mientras esperamos el cambio del sistema, tenemos la posibilidad inaudita de hacer compartir de manera planetaria la constatación diligente de nuestra protesta impotente?

¿La idea de decrecimiento puede ser asumida y manipulada por el Sistema, como ha sucedido con la idea del desarrollo sostenible?

Difícil, pero no imposible, como se puede ver con los proyectos geopolíticos de la organización semisecreta de la élite planetaria Bildenberg. Un análisis mecanicista consiste en hacer remarcar que la población mundial ha estallado con la era del crecimiento económico, es decir, la época del capitalismo termoindustrial. La puesta a disposición de un recurso de energía abundante y barato, el petróleo, ha permitido un salto prodigioso y ha hecho pasar la población mundial de 600 a 6.000 millones de individuos. La desaparición de este recurso no renovable nos condenará a volver a una cifra de población compatible con las capacidades de carga sostenibles del planeta, poco más o menos la cifra de población anterior a la industrialización.

Esta es la tesis sostenida, particularmente, por William Stanton en su libro The Rapid growth off Human Population 1750-2000. Esta tesis es discutida de manera muy seria a escala mundial en el seno de ASPO, así como las perspectivas ecototalitarias que el autor concluye. Stanton dice que el escenario de reducción de la población con la mejor probabilidad de éxito debe ser darwiniana en todos sus aspectos, con ninguna de las sensiblerías que han arrullado la segunda mitad del siglo XX en la niebla espesa de lo políticamente correcto. Este escenario, presentado como un programa voluntario equitativo y tranquilo, apunta a una reducción progresiva de la población en 150 años a una tasa igual a la de la disminución del petróleo. Todo para evitar la pesadilla de una reducción brutal a través de guerras (incluidas las nucleares), masacres, hambre, etc. Los ingredientes, según Stanton, son los siguientes:

• se prohíbe la inmigración y los que llegan sin autorización son tratados como criminales;
• el aborto o el infanticidio son obligatorios si el feto o el bebè se revelan muy discapacitados (la selección darwiniana elimina a los inaptos);
• cuando, por la edad adelantada, por un accidente o una enfermedad, un individuo es más una carga que un beneficio para la sociedad, su vida se para humanamente;
• el encarcelamiento es raro, reemplazado por castigos corporales por los pequeños delitos y por la pena capital sin dolor en los casos más graves…

El autor es consciente de la oposición a la puesta en práctica de su esquema y afirma que el obstáculo más grande en el escenario que tiene más oportunidad de éxito es probablemente (en su opinión) la devoción poco inteligente del Mundo Occidental por lo políticamente correcto. La respuesta es tan despiadada como el diagnóstico: a los sentimentalistas que no pueden comprender la necesidad de reducir la población de la Gran Bretaña de 60 millones a entorno 2 millones en los próximos 150 años y que se indignan por la proposición de sustitución de los derechos humanos por una fría lógica, William Stanton dice que los podría responder: «Ya habéis tenido vuestro momento» y para medirlo precisa que los actos de protesta violentos, como los que realizan los activistas por los derechos de los animales o los antiavortistas podrían, en un modelo darwiniano, atraer una pena capital. Esta referencia casi obsesiva al mundo darwiniano se reencuentra en muchos análisis de la geopolítica americana y no sin eco con el choque de civilizaciones de Samuel Huttington.

La apuesta de nuestro decrecimiento es otra. Y es que la aspiración a la justicia combinada con la sobriedad empujará a la humanidad hacia el camino razonable de una democracia ecológica más que no hacia un suicidio colectivo.



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