HP, el de
Mercedes Benz, el de
BMW) –en Santa Fe la arquitectura es un pretexto de la marca–, de malls construidos con el solo cometido de la ostentación –una rara mezcla entre templos y fortalezas del consumo–, de universidades y colegios que se anuncian como empresas comerciales –hoy el saber ya no se adquiere, se paga–, ese conglomerado –en el sentido estricto de conglomeración, una forma sin forma– cuadriculado por calles deshabitadas y cruzadas tan sólo por automóviles (que circulan casi siempre a gran velocidad o que permanecen inmóviles en las horas del tráfico), nació de la fruición de una élite, a principios de los 90, que se separaba de la ciudad para afirmarse como la depositaria de una nueva teología política y cultural: la seducción de la neomodernidad.
No era una historia nueva. Desde el siglo XIX las élites mexicanas han escapado o francamente huido de la densidad de la ciudad. Acaso para recalcar esa distancia clave del criollismo en la que formar parte no es el equivalente a ser parte del bullicio y la aglomeración de nuestra polis. Durante el Porfiriato se desplazaron, primero, a Tacubaya y, después, a la colonia Roma. En los años 20 y 30 fundaron Las Lomas, con sus metáforas de la casa-hacienda. En los 50 y 60 emigraron hacia Polanco y Tecamachalco. (Ciudad Satélite siempre fue un suplemento, nunca logró ese estatuto). Siempre en dirección poniente. La ciudad de México reproduce sin cesar, a lo largo de su historia más reciente, esa fatal asimetría en que la pobreza y la marginación crecen hacia el oriente, mientras los símbolos de la riqueza y la ostentación se desplazan hacia el poniente.
Santa Fe cuenta ya con sus propias leyendas urbanas. Una de las más recurrentes es que fue planificada sin banquetas para abolir el espacio elemental que define a lo público: el ciudadano de a pie. No es así. Siempre existieron ahí banquetas, sólo que invariablemente estaban deshabitadas. El paisaje material que la constituye y que se atraviesa siempre a velocidad (automóviles, camiones de lujo, gente a pie de prisa) encierra siempre un sentimiento de irreal, porque nadie lo habita; nada vive en él y nada podría vivir en su soledad. Edificios que forman una suerte de desierto, en el que cada quien se siente de alguna manera apartado o exiliado, entre una construcción y otra, entre un mall y otro, entre una propiedad y otra. Lo más sencillo es atribuir esta geografía a la obstinación en el privilegio, pero la razón es mucho más compleja (y sistémica).
Si existió alguna guía en la construcción de Santa Fe, fue la de ser una zona de control, un gigantesco dispositivo del suplemento a lo que Agamben llama el Estado de seguridad. Una zona vedada a la circulación y al encuentro de los cuerpos, a la ocupación de las calles, que es precisamente lo que perturba a las modernas zonas de pacificación
de las distopías de lo privado.
Santa Fe está desprovisto de lugares públicos (no me refiero a oficinas gubernamentales, sino a bibliotecas, centros escolares, hospitales, deportivos...), y mucho más de parques y plazas, que representan los lugares elementales del encuentro. Lo público se reduce a una ornamentación de lo privado. ¿Quién se sentaría en una banca frente al centro comercial escrutada por cámaras de vigilancia y policías paseantes?
Hay una sinonimia aquí que ha devenido una realidad nacional. Lo público ha devenido simplemente lo que está vigilado. La zona de una nueva partición social, y –ya sabemos– la vigilancia no se ejerce en favor del ciudadano, sino contra él.
Cada edificio, cada construcción es un mundo absorto en sí. Un microsistema de reclusión, pero la reclusión característica de la sociedad del espectáculo. A lo lejos transcurre la exhibición. Traducido a las aporías del urbanismo actual, se trata de un desastre funcional, en el sentido de que cada una de sus funciones sólo apunta a su propia disfuncionalidad. Si debía ser una ciudad del automóvil, se atraganta de automóviles; si quería convertirse en un emblema de la ostentación, es la inseguridad la que predomina. Si pretendía ser la capital del capital, sus pobladores son oficinistas obligados. Nunca fue un lugar para habitar, y ahora incluso eso está en peligro.
Cuando se derrumbaron las laderas que contenían los cimientos de una de las construcciones, el experto en suelos del Gobierno de la ciudad dijo exactamente lo que tenía que decir: El problema es que es un monte lleno de oquedades
: toda la utopía de la neomodernidad sobre pies de arena. Se ha inculpado a la corrupción que ata los lazos elementales de constructores, nuevos ricos y políticos, pero se puede ir más allá. Santa Fe es el emblema de una élite fallida –el salinismo y el neosalinismo– que despobló a la política de su sentido, a la educación de su cometido y, ahora, a sus propios emblemas de ostentación de su eficacia.
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